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Vargas Llosa, por fin

por: César Lévano

El Premio Nobel de Literatura de 2010 ha recaído por fin en Mario Vargas Llosa. Es un galardón merecido y largamente esperado, que alegra a los peruanos, más allá de discrepancias, y honra a las letras peruanas y latinoamericanas.
Puedo preciarme de haber sido uno de los primeros peruanos que exaltaron el valor del novelista desde que, muy joven, apareció en nuestro horizonte cultural. En Caretas, en junio de 1964, dediqué varias páginas a su novela temprana La ciudad y los perros, y recogí la opinión del poeta y crítico español José María Valverde: “Es la mejor novela de lengua española desde Don Segundo Sombra”.
Más tarde, cuando apareció Conversación en la Catedral, se me ocurrió buscar a Alejandro Esparza Zañartu, quien en esa novela aparece bajo el nombre de Cayo Bermúdez. Ocurrió entonces un episodio insólito: alguien había dicho a René Pinedo, reportero gráfico de Caretas, que Esparza vivía en las afueras de Chosica dedicado al cultivo de paltas. Partimos hacia allá, en un auto de la revista, sin más referencias que ese rumor. Dábamos vueltas por la campiña chosicana cuando Pinedo exclamó: “¡Don César, ahí está!”. En efecto, casi a nuestro lado circulaba un auto manejado por el personaje. El vehículo se detuvo a la altura de un portón. Desembarcó el piloto, y, en el momento en que abría la puerta, Pinedo le dijo: “Señor Esparza, somos de la revista Caretas y queremos conversar con usted”. Algo tartamudeó el dueño de casa, y quiso cerrar violentamente la puerta, pero Pinedo había ya puesto el pie en el umbral. El portazo hubiera podido fracturar el pie de Pinedo. Siguió un diálogo violento con el ex torturador. Cuando le pregunté por su opinión sobre lo que Vargas Llosa había escrito respecto de él, respondió: “No he comprado todavía el libro. Él ha debido conversar conmigo antes de escribir, para cerciorarse. Yo le habría dado datos”.
Escribí en esa misma edición de Caretas un juicio crítico sobre lo que me parecían las debilidades del retrato de una dictadura. Quizás debí tomar en cuenta que Mario había publicado esa novela cuando apenas tenía 26 años de edad. Precisé, sí, el acierto de formular preguntas como la referente a en qué momento se jodió el Perú, planteando así “una interrogación que sacude a varias generaciones de peruanos”.
Eran los días en que acababa de apartarse de la militancia en la célula “Cahuide” de la Juventud Comunista. En la época de su actividad política yo estaba en la cárcel y luego recién liberado. No tuve un trato directo con él, pero ya entonces, él, estudiante de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, había incursionado en el periodismo e impresionaba por su dominio del idioma, fruto de lecturas insaciables, y por su capacidad de trabajo. Abelardo Oquendo recordó que en un momento el futuro escritor, que se había casado sin tener un céntimo, había acumulado siete puestos de trabajo: era secretario de Raúl Porras para una investigación histórica, escribía para Radio Panamericana crónicas sobre sesiones del Senado, ejercía la crítica literaria en el diario La Crónica, elaboraba para la Beneficencia Pública de Lima fichas sobre muertos ilustres y laboraba como traductor en la agencia de noticias France-Presse.
El dominio del idioma, el rigor en la investigación y la dedicación en el trabajo se forjaron en esos años. Leí una de estas noches un ensayo testimonio de Alfredo Torero sobre José María Arguedas. Aparte discrepancias post-mortem de Torero con Vargas Llosa, uno de los aspectos que me asombra en aquél es la profundidad histórica, la riqueza verbal, la exactitud del léxico, la claridad de la sintaxis.
En José María Arguedas. La utopía arcaica y las ficciones del indigenismo (1996), Mario arremete injustamente contra Arguedas, pero en 1964 me dijo: “Yo tengo una gran admiración por Arguedas. Él parte de una realidad concreta. En él, el detalle anecdótico adquiere una dimensión universal. En literatura, folclor es pintoresquismo; realidad vista con ojos forasteros. Arguedas escribe desde adentro”.
Vargas Llosa y la política
Mario Vargas Llosa se ha internado en la política desde muy temprano. Su ruptura con la izquierda empezó con el caso de la autocrítica del poeta cubano Alberto Padilla. Antes, había escrito el mejor ensayo latinoamericano de defensa de la Revolución Cubana. Su actuación más notable en el campo político es la que tuvo en 1987, cuando encabezó una protesta contra la estatización de la banca digitada por Alan García.
Se convirtió a partir de eso en líder de una coalición de derecha, el Frente Democrático Nacional, que lo proclamó candidato a la presidencia de la República. Se le ha reprochado haber anunciado con demasiada franqueza el programa neoliberal, mientras su opositor, Alberto Fujimori, sostenía que iba a gobernar sin ese programa y contra él. Apenas encaramado en el poder, Fujimori procedió a desmentirse.
Un episodio poco conocido de esa etapa ocurrió cuando Luis Bedoya Reyes desmintió unas declaraciones de Vargas Llosa, que había informado de un acuerdo del Frente para que el candidato para la alcaldía de Lima fuera Eduardo Orrego, de Acción Popular, y el del Callao, un miembro del Partido Popular Cristiano. Bedoya quería que los dos candidatos fueran de su partido. Mario se indignó, renunció a la candidatura presidencial y viajó a Europa. Costó convencerlo de que retornara a la lid.
Mario es enemigo enconado de los gobiernos de Fidel Castro en Cuba, de Hugo Chávez en Venezuela y de Evo Morales en Bolivia. Lo hace en nombre de la libertad y los derechos de los individuos. Es su derecho y su libertad.
A veces se equivoca el gran escritor. Defendió la agresión a Irak, partiendo del supuesto de que Sadam Husein tenía armas de destrucción masiva. No protestó por la agresión a los pueblos amazónicos, quizá porque en su novela El Hablador presenta un personaje que parece haber inspirado “El síndrome del perro del hortelano” de Alan García.
La Academia sueca ha premiado en Vargas Llosa su exploración de la cartografía del poder. Pero hasta ahora él ha omitido el análisis del poder del dinero y del imperialismo, no necesariamente en la ficción.
Conocida es su condenación del nacionalismo y el patriotismo, “último refugio de los canallas”, según Samuel Johnson. En el suplemento cultural del diario madrileño El Mundo afirmó el 3 de setiembre: “Yo creo que el patriotismo es un sentimiento positivo, en lo que tiene de adhesión a la tierra en que naciste”.

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